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sábado, 26 de abril de 2014

Viejos amigos




Aquí se puede escuchar el audio libro producido por Pablo Gonz " Viejos amigos, una aproximación literaria al mundo de la vejez".Audioantología formada por 69 microrrelatos de 47 autores distintos que proceden de seis países: Argentina, Chile, Perú, Colombia, México y España. Los microrrelatos tratan del tema de la vejez desde todos los puntos de vista posibles (la nostalgia, el humor, la tristeza, la ironía, etc...) 
Yo participo con el microrrelato "Ventana oval" ( minuto 7.06). Gracias a Pablo Gonz y a todo el equipo que lo ha hecho posible, especialmente Mar González que ha puesto su voz de locutora experta y sensible a mi relato.

lunes, 21 de abril de 2014

Irse con el circo



Si en su momento lo hubiera hecho, ahora tendría ideas deslumbrantes. Ideas que ascenderían plateadas hacia el cielo, estallarían y luego se desvanecerían crepitando con luz trémula. Sabría tocar la armónica y no temería a las fieras. No llevaría lentes de miope. Mis músculos me sostendrían con decisión.
 Si me hubiera atrevido, ahora no me dolerían-como a los amputados les duele su miembro fantasma- todos los paisajes y las mujeres que jamás conoceré. Mis oídos sabrían de la música de otros idiomas y mis manos hubieran hecho cosas útiles como colgar cuerdas, remendar carpas de lona o domesticar a un tigre desdentado. Mis recuerdos serían un amplio repertorio de aromas, olores y hedores, billetes de ida y vuelta para viajar al pasado a voluntad.
Me parecería normal que la madera pudiera pintarse de verde manzana o del color de los lirios. Cocinaría manjares contundentes y especiados,  y después de comerlos sabría seducir con historias sobre prodigios y abalorios a la luz de la hoguera. Por supuesto, conservaría mi abundante cabellera. Las heridas, las ruinas y los monstruos no serían motivo de preocupación. Sería imposible mantenerse sereno, por otro lado, ante algunas palabras difíciles y peligrosas: oficina, parking subterráneo, intelectual o hipoteca.
Sé que a estas alturas de mi vida debería resignarme a que mis opiniones siempre suenen algo desvaídas, mis manos huelan a lejía y lo más cercano a un bosque sean los geranios de mi balcón. A que mi mujer - siempre tan aseada y tan igual a si misma- me prepare judías con patatas para cenar todas las noches y a que los domingos por la tarde la radio vomite el partido de fútbol en la cocina.
No hay dolor más lacerante que la nostalgia por las ocasiones perdidas. Nunca me perdonaré no haberme subido en una de las caravanas de ese circo mugriento y magnético que  iluminó por unos días mi ciudad cuando era adolescente.
Pero no se adelanten a compadecerse de este hombre triste y previsible. No se precipiten, porque la vida me ha dado una segunda oportunidad. Y yo la estoy aprovechando.
Con la paciencia de un druida cada tarde me deslizo hacia el sótano y retomo la heroica misión de construir un Universo.  Piezas de lego y del mecano, chapas de cerveza, canutillos del papel higiénico, canicas, retales y cartones… todo sirve a mi propósito. Los operarios de playmóvil trabajan a destajo. Los animales de plástico, las luces cubiertas con celofán y el papel de embalar pintado con colores de cera tejen un escenario cada vez más aproximado. Una réplica casi exacta.
Entre semana bailo, toco el organillo, ensayo coreografías de muecas, festivales de palabras inventadas, y a veces consigo que de mi boca salga una llama azul.
Y cada sábado por la tarde, cuando llega mi público, tiemblo de emoción. Luces fosforescentes iluminan el triple salto mortal. Tras los redobles derramo en el escenario un desfile de elefantes indios, mujeres de otra galaxia, sombreros de copa, dinastías de mandarines, mascarones de proa, tiovivos y caracolas… que hace las delicias de este auditorio tan entrañable. Una colada de lava que derrite las vigas, reblandece las murallas, excava ríos subterráneos y sale de la ciudad. Es el Circo,  que tantos años  llevaba recorriendo mis entrañas y por fin se manifiesta sin pudor ni contención, igual que la ovación entusiasta que recibo cada sábado de mi nieto mayor. 


Para Guillermo Mayr , flamante abuelo, para que vaya planificando su Circo particular.

La fotografía es de Oriol Jolonch, con su permiso.



"A PETiT PiERRE le gustaba decir que nació "sin terminar". Medio ciego, casi sordo y mudo, no aprendió jamás a leer ni a escribir. A la edad de siete años lo retiran de la escuela para confiarle el “oficio de los inocentes”: pastor. 
En los campos, Petit Pierre observa la naturaleza, los animales, los hombres que trabajan. La invasión de las máquinas en la vida del hombre le deja perplejo y pasa sus días analizando el movimiento de los aparatos con los que se topa. Solitario y fascinado por la velocidad a la que cambia el mundo, pasa casi cuarenta años creando este carrusel, un juego giratorio, una máquina poética de belleza singular, de tal complejidad mecánica que ni los ingenieros logran explicarla y que aún hoy sigue girando con ensordecedor chirrido de hierros".

domingo, 20 de abril de 2014

Cándida

                                                                                   Robin Purcel
Apretaba, pero sin ahogar. Si, se le podría haber acusado de que se aprovechaba, pero siempre tuvo mucho cuidado en no agotar los recursos  y procuraba  administrarlos para beneficio mutuo.
Existía la exacta dosis de amor y de odio necesaria para mantener una relación tan difícil como poco comprendida.
Conocía sus quejas, pero no sentía ningún reparo en continuar con su inevitable cometido. Aunque no trajinara allá afuera como otras de su género, sus tareas de interior limpiando y criando a la prole eran ingratas y oscuras pero necesarias. Cumplía su destino con rigor.
Nunca hubiera imaginado, cuando entró en su vida, que pudiera llegar a incumplir las leyes más básicas de la hospitalidad. Por eso algo se quebró en el fondo de su memoria genética al notar su definitivo rechazo.  No pudo evitar un estremecimiento de decepción cuando-tras la visita al hospital- sintió cómo las fibras de su pared celular empezaban a disolverse al recibir la primera bofetada del antimicótico, que la muy egoísta le propinó a traición con tal de solucionar el molesto prurito vaginal provocado por la candidiasis.

sábado, 12 de abril de 2014

MARIPOSAS NOCTURNAS PAZ MONSERRAT REVILLO



Esta es la lectura que hizo Paloma Casado en el espacio "Cuento contigo" de Onda Cero de Santander de mi relato "Mariposas nocturnas".Sorprendida y agradecida.

lunes, 7 de abril de 2014

La casa cuadrada

                                                             Ilustración : Laurent Cherere
         
           Los veranos eran redondos en la casa cuadrada.
El adjetivo usado para describir los largos veraneos es una metáfora, claro, pero es que  para Matilde aquellos veranos de su infancia tenían la cualidad de lo completo, de lo que se cierra sobre sí mismo y no necesita de otras cosas -como ocurría con los restantes meses de curso escolar- para tener significado. En aquella época los acontecimientos se situaban contando el número de veranos que hacía desde que Matilde había celebrado su primera comunión. Veranos largos y densos frente a los triviales y anodinos inviernos, de los que no guarda apenas recuerdos.
 La casa que los señores Cienfuegos alquilaron durante varios años para pasar los meses sin colegio con sus tres hijas era como una caja de cartón. Un cubo que tenía las tres dimensiones del mismo tamaño. Muy diferente de las casas que las solían dibujar cuando la creatividad innata de los primeros años dejó paso al dibujo estándar de niñas de colegio de monjas: casas con tejado rojo inclinado en doble vertiente como un flequillo separado por la raya en medio, con ventanas mirando al frente, chimenea, árbol y caminito ondulado que salía desde la misma puerta marrón. Tampoco era como los palacios de los cuentos, no.
La casa cuadrada de los veranos redondos era un canto a lo simple, al ángulo recto, a la ausencia de adornos. Por no tener no tenía ni recibidor. Si se entraba en la casa desde el destartalado patio lleno de bicicletas y de perros, el comedor hacía a su vez funciones de distribuidor hacia las cinco habitaciones que lo rodeaban. La mesa rectangular  en medio del comedor era una veleta que señalaba el norte si querías acceder a la cocina o al baño, al este para las habitaciones de las niñas y al oeste para la  habitación de matrimonio, la más grande y también cuadrada, como la cama que había en ella.
Matilde intenta traer a la memoria las sensaciones de esos veranos  para escribir un relato -o quizás es al revés, escribe el relato para recuperar esas sensaciones- y recuerda la puerta de esa casa, con su escalón de piedra imitando al granito, como la frontera entre el orden y la asepsia del interior y la vida llena de olores y de movimiento de afuera.
A la casa se iba a comer, a recoger el bocadillo de tortilla con sobrasada que su madre les preparaba cada noche, y a dormir en sábanas frescas con aquellos camisones blancos de algodón que hacían frufrú.
Afuera estaban los árboles, los caminos, las balsas llenas de algas y de renacuajos,  y la pandilla con la que vivía aventuras en otras casas: las casas abandonadas llenas de secretos que se empeñaba en revelar. También estaban los cipreses recortando el cielo, los higos maduros y, por las noches, las luciérnagas dibujando caminitos en el suelo.

Matilde chupa el capuchón de su bolígrafo en un gesto a la vez  infantil  y reflexivo, se apoya contra el respaldo de la silla mientras se pregunta cómo es que ahora - que sitúa los acontecimientos en número de décadas que hace desde que tomó su  primera comunión- la aventura está en el interior de la casa, en la mesa de su comedor, desde donde intenta recuperar esos enormes cielos de caramelo de sus veranos grávidos como una fruta madura , y no en el exterior amenazante de ángulos y de esquinas obstinadas como las del interior de la casa cuadrada.

martes, 1 de abril de 2014

Mi familia y otros animales


                                                                Ilustración de Vladimir Fedotko

De niña, mi madre tuvo un cachorrito -Teddy- que se metía en el bolsillo de la bata mientras practicaba sus lecciones de piano. Cuando creció (aunque siempre fue pequeño de tamaño) la tata Dora le preparaba tortillas y café, y las niñas lo bajaban a pasear. Murió con 16 años, gordo y feliz como cualquier perro de apartamento.
También tuvo un gallo que se llamaba Federico. Mientras fue un pollito amarillo y suave como una madeja de lana, mi madre y sus hermanas lo paseaban por el pasillo metido en un cochecito de muñecas, tapado y con el embozo de la sábana doblado. Lo entraban en sus dormitorios jugando a que eran mamás que se hacían visitas con un bebé. Cuando el pollito se convirtió en un gallo enérgico y rutilante fue relegado a la galería que daba al patio interior del edificio. Desde allí cumplía con su obligación y cada madrugada despertaba a todos los vecinos en cuanto vislumbraba el primer rayo de luz. Un día se precipitó desde el tercer piso y el portero lo subió, con su larguísimo cuello desmayado, para que se le diera un entierro digno.
En la familia de mi padre la relación con los animales era de muy distinta naturaleza. Ninguno tenía nombre. Los perros que tenían en la finca trabajaban -cazando- y se les daba las sobras y los despojos, si los había. A los niños no se les ocurría encariñarse con los conejitos o los pollitos, que eran percibidos como futuros guisados de domingo. Mi abuela paterna despellejaba animales con habilidad proverbial. Cuando mi madre fue, desde la gran ciudad, al pueblo para conocer a sus futuros suegros, le dieron una vuelta por la granja. Quedó prendada de un corderito que acababa de destetar su madre.¿Le gusta?-le dijo el capataz. Esa misma tarde lo mataron en su honor y se lo prepararon para la cena, para espanto de la cándida novia.
Nunca he podido comprender cómo se pudieron llevar bien mis padres procediendo de tan distintas maneras de entender el mundo.
        

Yo no sé a quién habré salido, pero algunas noches, contemplando las estrellas, me asalta algo semejante a la melancolía al pensar que el fantasma de la perrita Laika -la que enviaron los rusos al espacio- sigue orbitando incansable sobre nuestras cabezas, y desde allí nos observa con decepcionada tristeza.