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miércoles, 11 de enero de 2017

Diario de una despedida ( V )

10 de junio de ·2013

Ingresa en el hospital para repetir las pruebas y poder llegar a un diagnóstico definitivo. Está centrada, divertida, guasona. No se quiere echar en la cama porque se encuentra bien. Entre prueba y prueba charlamos con la tranquilidad que da no tener que hacer nada. Me vuelve a explicar  que su recuerdo más antiguo es cuando,  con cuatro años, le avisaron de que su madre “se había ido al cielo”. Que lo entendió perfectamente y se puso a llorar sin consuelo, a gritar con todo el cuerpo. No les quitaron el luto hasta que, dos años después, su padre se volvió a casar. Les compraban unos vestiditos azules marineros y otros blancos con un lazo negro por detrás. Sus tías, las hermanas de la madre, la llevaban al cementerio junto con sus dos hermanos mayores. Y cuando llegaba el aniversario les preguntaban si se acordaban de qué se celebraba ese día.
También me cuenta que se casó muy enamorada de papá, que él le había “salvado” ( no me he atrevido a preguntarle a qué se refería, de qué o quién le había salvado exactamente). 
Después de comer la convenzo para que se eche una siesta. Cuando se despierta le digo que mientras dormía hacía gestos como los que hacen los bebés, pucheros y expresiones divertidas. Me contesta que es culpa de los neurólogos, que todo el rato le hacen hacer fantochadas: “Abre los ojos, ciérralos fuerte, tócate la nariz, qué día es hoy”
Conversaciones nutritivas y emocionantes,  impregnadas en el antiséptico olor a hospital.


 Es conocido el poder que tienen los olores como detonantes de recuerdos, como catalizadores de la memoria más profunda. He comprobado con estupor cómo la ropa conserva el olor de sus propietarios durante mucho más tiempo de lo que parecería lógico. Dos meses después de su muerte, en una de las visitas de fin de semana a mi padre, él mismo intentó consolarme de la congoja que intuía en mis ojos brillantes insistiéndome en que me quedara con alguna pertenencia de mamá. Yo accedí, abrí el armario ropero y elegí una camisa que siempre me gustó. La olí o,  mejor dicho,  la esnifé, y me puse a llorar a moco tendido. Olía a ella. Toda la camisa estaba impregnada de su olor, se había  incorporado a  la trama del tejido. Era tan intenso como si ella estuviera allí. Si el olor tiene algo que ver con la identidad, como bien  saben los perros,  ella estaba ahí. Cuando, al regresar a mi casa, enseñé la camisa a mi familia o, mejor dicho, la di a oler, la reacción fue tan instantánea como si hubieran recibido una descarga eléctrica. Una de mis hijas me dijo que la guardara sin lavar. Cuando la llevé a colgar a mi armario noté que había algo en uno de los bolsillos camiseros. Eran tres billetes de 50 euros, de esos que en sus últimos meses de vida tanta rabia le daba perder. Un regalo póstumo que decidimos guardar en un sobre para destinarlo a un viaje que tenía previsto hacer con mi hija pequeña. Iríamos las tres, dijimos. Ese dinero ayudó a pagar las comidas de nuestro periplo en tren por la Provenza. Yo siempre había destinado el dinero que me daba mi madre en lo que ella llamaba “tus cosicas culturales”: cursos, viajes, libros…No iba a ser diferente en esta ocasión.  Durante las comidas de nuestro viaje por el sur de Francia hablamos mucho, de muchas cosas, y también de la abuela. Como si al mantener ese tipo de conversaciones rebosantes de confidencias que solo se dan en los viajes, reforzáramos el vínculo con la mujer que nos precedía en la cadena y que ya no estaba allí físicamente.





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