16 de junio de 2013
Salimos
de casa para ir al médico a recoger los
resultados. Se ha arreglado para la ocasión (un collar y los pendientes de perlas). Al subir al
ascensor me hace notar que se ha puesto sandalias porque ya hace calor. Me doy
cuenta de que se ha dejado los calcetines debajo. Se lo digo, y me contesta:
“Bueno, los enfermos somos así”, con su sorna habitual.
La
oncóloga le da el diagnóstico, suavizado pero firme. Parece que hay una
metástasis en el cerebro, pero no saben cuál es el cáncer original, en el pecho
no han encontrado nada. Justamente cuando le iban a dar el alta del cáncer de
mama que tuvo hace diez años, le sale esto. Le darán unas sesiones de radioterapia para
intentar reducir las lesiones. Mi madre la mira a los ojos, serena, y le suelta:
“Pues llegados a este punto, te voy a cantar una canción”. Y empieza a cantar una
canción de misa que dice así: “La muerte, ¿dónde está la muerte, dónde está mi
muerte, dónde su victoria?”. Creo que la oncóloga no había oído nada semejante
en su larga carrera profesional. Sonríe emocionada y le dice qué ojalá ella
tuviera la respuesta.
A
la salida del hospital, nos cruzamos con la doctora y ésta hace como que no la
ve. Le tiene demasiado cariño como para poder soportar un encuentro cara a cara
informal. A mi madre no le sienta bien que no la haya saludado.
Desde el momento en que le dan
el diagnóstico, en su conversación surge
muy a menudo el tema de la vejez, de lo que significa envejecer. No tanto de la
muerte -aunque no lo esquiva- como de la “senilidad”. Una tarde, mientras
volvíamos cogidas del brazo de dar un paseo para ir a echar la basura a los containers de la urbanización, me dijo:
-Al final, hay un momento en
el que llega la senilidad -como reflexionando en voz alta- Yo he aguantado mucho tiempo autónoma y vital, pero ahora
en muy poco tiempo me he convertido en una ancianita -suspiró, sin ningún atisbo
de amargura.
Una mujer que era capaz de
elaborar ella sola la comida de navidad para toda la familia -hijas nietos y
yernos hasta sumar quince comensales- y que lo había hecho hacía unos meses por
última vez, no comprende por qué ahora tiene que andar agarrada del brazo de su
hija, cosa que por otro lado le encanta. Una señora que tiene la agilidad de una
joven y que ,según ella, hasta entonces no conocía lo que era la sensación de
cansancio, de repente está constantemente deseando meterse en la cama. Es la
misma que me dice, en otro momento, con su característica sorna naïf:
Yo nunca pensé que tendría
que depender de que me cuidaran los demás. Claro que ya sé que a la gente de 86
años le suelen ocurrir estas cosas. Pero no a mí. O eso creía, hasta hace poco.
No tendríamos que sorprendernos tanto, la muerte forma parte de la vida. Es el
final por el que todos hemos de pasar. Si no fuera por esto sería por otra
cosa. Da igual.
Si vivir bien me parece una
tarea dificilísima, morir bien -acercarse a la muerte con semejante naturalidad- es la lección más impresionante que me da mi madre en su recta
final. Yo la acompaño y me resisto con idéntica voluntad.
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